Posiblemente la tendencia que tenemos a pensar que el mundo es estable o que debería serlo, nos lleve a creer que el día debe haber durado siempre lo mismo, pero lo cierto es que tenemos alguna evidencia de que no fue así. Es más, sabemos con cierta precisión que al inicio de la historia de nuestro planeta todo giraba mucho más rápido y se fue frenando. Algunos estudios muestran cómo fueron esos períodos de frenado e intentan explicar por qué se dieron de esa forma
A veces pasa que vos venís todo embalado, viviendo en modo rápido y furioso, y aparece algo que te tironea, que te hace cambiar el ritmo. En el caso de nuestro planeta, ese cambio de ritmo estuvo asociado principalmente a la Luna. Que ya quisiera yo darle una vuelta romántica para contar la historia, pero recordemos que la Luna apareció porque nos chocó un coso gigante, al planeta se le desprendió un cacho y ahí la tenemos ahora, toda hermosa, inspirando canciones.
Se cree que, cuando se formó este sistema, el día duraba unas doce horas, la mitad de lo que dura hoy, pero los efectos de la interacción hicieron que la velocidad de rotación de la Tierra se fuera frenando, debido a los efectos de marea que generan el Sol y la Luna sobre nuestro planeta. Y acá pasan cosas maravillosas.
Porque resulta que la interacción gravitatoria entre estos tres cuerpos genera un desplazamiento en la masa líquida de los océanos, por lo que se produce un abultamiento que nos hace menos esféricos; estos bultos (un chiste y los saco del aula) son atraídos por la Luna, cambiando el momento angular de la Tierra, haciendo que gire más lento. Pero ese momento angular tiene que ir a parar a algún lado, porque nada se pierde, todo se transforma, y resulta que es transferido a la Luna, haciendo que se aleje.
En la actualidad podemos medir ese alejamiento (que no para, es decir que nos seguimos frenando) gracias al sistema de espejos que se instaló en la Luna (porque llegamos, aunque la carrera espacial la haya ganado Rusia, llegamos) y que, por medio del uso de rayos láser, nos permite medir qué tan lejos está la Luna, calculando cuánto tarda en ir y volver ese haz de luz.
Es bastante probable que acá aparezca la pregunta “¿y antes del espejo? ¿cómo sabemos qué pasaba antes del espejo?”. Para responder a esto tenemos que recurrir a la interdisciplina, quizás la más hermosa de las características de la ciencia, y es entonces que entran a jugar los geólogos y todos los que estudian paleocosas.
En el extenso registro geológico que, aun a pesar de la tectónica de placas, logramos conservar, hemos encontrado cantidades de información sobre cómo fue la Tierra hace miles de millones de años. Incluso encontramos registros que nos cuentan detalles de su historia, de cómo era el clima, la concentración de gases en la atmósfera, qué habitaba y en dónde, y también otras cosas más increíbles como cuánto duraba el día.
A través del estudio de las rocas sedimentarias de origen marino, se observaron capas que variaban su espesor con cierta periodicidad que fue asociada a los cambios que producen las mareas, ya que la cantidad y la forma en que se acumulan los sedimentos en este tipo de ambientes, está relacionada con la altura y la velocidad de las corrientes marinas en la costa. Lo fantástico es que se puede generar un modelo que explique cómo tendría que ser la marea para que ese sea el sedimento, a partir de las leyes de la mecánica celeste. Con estos modelos pudimos reconstruir cómo tuvo que haber sido la órbita de la Luna prácticamente hasta el momento de su formación. La vinculación entre la astronomía y el pasado es tal.
Pero esto no termina acá, porque la curiosidad y la necesidad de validar hipótesis con otros modelos que permitan replicar resultados, van de la mano (o no). Sea por una cosa o por la otra, resulta que otro grupo de investigadores propuso implementar otra técnica que permitiera generar datos sobre cuánto dura el día; una técnica llamada cicloestratigrafia y que consiste en investigar cómo afectan los ciclos de Milankovitch a los registros sedimentarios.
Milutin Milanković fue un ingeniero civil, astrónomo, matemático y geofísico, nacido en serbia, en una ciudad que hoy es croata, y que murió en Yugoslavia, que no existe más. Porque todo siempre es balcanes y confusión. Milutin estudió en la «Escuela Técnica de Viena», que ahora se llama Universidad Tecnológica de Viena (y que, si alguien pregunta, pues que sepa que es una Universidad Pública fundada y sostenida con los fondos del Estado, como corresponde). Se podría hacer toda una nota (quizás suceda, pero se tienen que suscribir ahre) sobre los ciclos de Milanković, una teoría que vincula las variaciones de la órbita terrestre con los cambios de larga duración del clima, como pueden ser por ejemplo las glaciaciones.
Entre estos ciclos, hay dos que se relacionan directamente con la duración del día: la precesión y la inclinación del eje terrestre. Por un lado esta inclinación cambia la estacionalidad (recordemos que las estaciones se producen justamente por la inclinación del eje de rotación terrestre); y por otro lado la precesión hace que donde antes había veranos cortos y cálidos e inviernos fríos y largos, ahora haya veranos largos y fríos e inviernos cortos y más cálidos.
Pero en nuestro planeta todo era un quilombo (imaginate que te digo eso desde acá, sentada en mi silla del 2024… lo que sería, ¿no?) y estaba más o menos regido por los movimientos de los cuerpos celestes (y un poco por la actividad interna del planeta, pero como también es un cuerpo celeste lo vamos a meter en la misma bolsa), hasta que pasó algo que iba a cambiar literalmente TODO: la vida.
Cuando miramos los registros geológicos, todo parece indicar que desde la formación de la Luna en adelante, el día se fue haciendo cada vez más largo, hasta alcanzar aproximadamente unas 19 horas, duración que se mantuvo por mil millones de años, marcando una época a la que se llamó “los años aburridos” porque la gente se queja de llena.
Durante unos mil millones de años, el día terrestre duró 19 horas (Mitchell et al.).
Esta estabilización en la duración del día parece coincidir con dos de las fluctuaciones más notables en las condiciones atmosféricas a lo largo de la evolución de nuestra preciada capita de aire, que pueden haber causado un cambio fundamental en lo que se conoce como “marea atmosférica” (que es parecida al abultamiento de las masas de agua, pero con el aire), induciendo así la resonancia con la marea oceánica.
Así como vos y yo, que a veces necesitaríamos que el día dure 45hs para poder hacer todo lo que queremos hacer, parece que las bacterias de aquella época tuvieron que esperar a que los días fueran más largos para poder liberar más oxígeno y dar lugar a otras formas de vida que dependemos más de este gas. Y de estas formas de vida más complejas también sacamos un montón de información sobre cómo fue cambiando nuestro planeta.
Hoy día sabemos, por ejemplo, que algunos organismos que tienen esqueletos calcáreos, como los corales y los bivalvos, tienen ciclos diarios y anuales que dejan marcas en ese esqueleto, algo parecido a lo que pasa con los anillos de crecimiento de los troncos de los árboles. Y como tenemos restos fósiles de corales de hace 350 millones de años (pavada de colección), podemos saber cómo eran esos ciclos, es decir cuánto duraban el día y el año en aquella época.
La ciencia que estudia (porque siempre hay una ciencia que estudia) la historia de vida de estos organismos a partir del análisis de las marcas asociadas a los ciclos que mencionamos antes, se denomina esclerocronología. Gracias a que un montón de esclerocronólogos se la pasaron observando valvas (quién pudiera) se determinó que los restos más antiguos presentan estructuras compatibles con un año de 385 días de duración. Ahora bien, si la órbita de la Tierra no cambió (no cambió, ¿no? *cara de Padme*), el tiempo total que lleva recorrerla debería ser el mismo, es decir, si había más días es porque los días duraban menos.
Conocer los ciclos y anticiparnos al comportamiento, es clave para entender cuánto de lo que está cambiando está asociado a lo que rompemos como humanidad, y cuánto a fenómenos naturales. No para poder decir “yo no fui”, sino para poder ser más realistas con el impacto de lo que hacemos, y pensar mejor qué tenemos que cambiar para minimizarlo. Porque para evitar el desmadre que genera romper el planeta habrá que hacer algo más que poner la valva al Sol.